jueves, 17 de marzo de 2016

Cuando la fiesta termine




¿Qué edad tendrían? ¿Ochenta y tantos? ¿Noventa y algo? No sé estimar la edad de una persona a partir de ese momento  en el que la serenidad se instala en sus ojos y la prisa desaparece de los movimientos de sus pies y sus manos. No sé qué edad tenían pero estaban ahí, a mi lado. Bueno, al otro lado del pasillo en un avión casi vacío que hacía el trayecto Marsella-Lisboa. 

Ambos parecían muy mayores y era él el que le estaba dando de comer a ella (sí, en TAP siguen sirviendo comida a todos los pasajeros). Con mucho cuidado. Sin dejar de mirarla. Ella levanta un poquito la cabeza tras cada cucharada y le sonríe con sus ojos brillantes y encogidos. 

Un movimiento un poco brusco del avión y la cuchara -llena de algo parecido a yogur- se estampa contra la mejilla de ella. Él suelta una pequeña carcajada y la limpia con cariño y una servilleta. Ella lo mira y sonríe. Con poca fuerza.

Él le habla dulcemente, en francés, y no deja de mirarla con amor en ningún momento. Ella le hace gestos sutiles que yo interpreto como "come tú, anda, que se te enfría la comida" que él desatiende con una sonrisa. Alguien podría decir que no tiene mérito porque es comida de avión. Ya. Pero esa complicidad entre ellos me hace sospechar que esta escena se repite también en casa, o en la residencia, cuando la comida sí merece la pena. Y cuando no, también. 

Me descubro embobada en la escena y me ruborizo por haberme colado en esta 'alcoba' en la que dos personas se hacen el amor de esta forma tan honesta y sincera y decido comer yo también. 

Antes de subir a este avión he visto en Twitter fotos de refugiados sirios cruzando un río -para escapar de una terrible pesadilla y buscar algo sensato para el resto de sus vidas- en el que ya habían muerto tres de sus compañeros de huida. Fotos de niños que duermen en tiendas de campaña que parecen navegar en un océano de fango. Asisto con horror y vergüenza a la insensibilidad de una comunidad, la nuestra, Europa, el viejo continente, ante el drama de estos hombres y mujeres -bebés, niños, adolescentes, adultos y ancianos- que huyen de una de las barbaries más inhumanas y sangrientas perpetradas en nombre de la sinrazón de la religión y que huele demasiado a petróleo.

Foto de @pmarsupia


Es difícil, si no imposible, no pensar en judíos y en otra Europa, aquella Europa de hace unos 70 años, aquella Europa que calló y dejó crecer la barbarie nazi porque ellos no eran judíos. Como ahora tampoco somos sirios. 

Está claro que acoger a todas estas criaturas que huyen de Siria, del África Negra o de cualquier otro lugar abocado al hambre o a la muerte tendría, forzosamente, que empeorar nuestro nivel de vida, nuestro estado de bienestar europeo. Pero, ¿y qué? ¿Por qué no? ¿Qué hemos hecho nosotros para estar aquí 'con papeles'? ¿Qué mérito nos corresponde?  ¿El hecho casual y azaroso de que nos parieran en 'el lado guay de la isla'?

Vuelvo a mirar a la pareja al otro lado del pasillo y yo misma me respondo con otra pregunta: para qué queremos acumular riqueza o prestigio si, al final, lo único de verdad importante será que alguien  quiera darnos de comer con amor cuando no nos sirvan nuestras manos. Que alguien nos quiera cuando termine la fiesta.